jueves, 24 de octubre de 2019

ELL@





Él
Lo había perdido todo. Levantó la mirada despacio, enebrando cada segundo en el ojal de su vida, intentando recuperar paso a paso la conciencia. En el fondo, se merecía todo lo malo que le había pasado. Sentía que aunque doliera se había portado como un auténtico hijo de puta.
Miró el teléfono, sin novedad. Ella no volvería a llamarlo, él no podía hacerlo, lo tenía bloqueado. La quería. Con toda la fuerza de su corazón. La amaba y por eso había hecho barbaridades. Eso quería creer. Los locos también creen no serlo.
Decidió salir sin rumbo, sin dirección. Llovía con ese orballo molesto, tan natural en Galicia. Vio los pescadores preparando las redes como cada día, sin importarles otra cosa que su vida, su trabajo, su familia. Era un muerto de hambre y siempre lo sería.
Sus pasos, irremisiblemente, le llevaban a aquel lugar. Pasó delante de la panadería y la vio. Ella no. Tenía gente, seguramente no sería un buen momento. Pasó de largo. Llegó hasta el final del puerto. Seguía orballando. Mojaba. Había ambiente en las terrazas cubiertas a pesar de todo. Era finales de Agosto. El verano en Galicia era lo que era. Desanduvo sus pasos y volvió a pasar delante de la panadería. Ahora estaba sóla. Entró.
Ella
Esa mañana no quería levantarse, no quería ir a trabajar, no se sentía con fuerzas. Pero no abrir significaba perder clientes y eso para un autónomo es la perdición. Miró el móvil. Sin noticias. Se sentía fatal. Pensó si en el fondo ella habría tenido la culpa de aquello. Una lágrima quiso acompañarla. Se la secó. Los niños estaban con su madre, al menos ellos no tenían que vivir según que cosas. Ella le decía que hoy en día las parejas ya no aguantaban nada. Si tú supieras mamá, lo que yo tengo aguantado. Era consciente de que abriendo la panadería cabía la posibilidad de verlo pero pensó que tenía que ser fuerte, y siempre habría alguien cerca si tenía que gritar.
Le dolió sólo de pensarlo. Gritar porque se acerca tú marido. Gritar porque se acerca la persona qué más quisiste en tu vida. Otra lágrima volvió a caerle. Se la secó. Terminó de vestirse y se miró en el espejo. Tenía ojeras y la cara demacrada de tanto llorar. Se echó un poco de maquillaje y lo disimuló. Hoy además no venía Paula, le había dado el día libre así que se las tenía que agenciar ella sóla. Al menos hacer dos hornos de baguettes antes de que empezase a venir la gente. El resto se lo traía Venancio. El bueno de Venancio, el único que se olía algo.
La mañana pasó bastante entretenida a pesar del mal tiempo, aquel orballo que se había empeñado en quedarse con ellos durante todo el verano. La gente iba y venía, y nadie se dio cuenta de su estado, nadie salvo Venancio. Se puso nerviosa cuándo llegó. Sabía que si él lo veía, si coincidían, podía montarse una buena. El lo notó. La cogió de la mano, la tranquilizó: Si viene, yo estoy cerca, sólo tienes que llamarme. ¿Cómo lo había sabido? No había abierto la boca. La conocía demasiado bien, desde que eran unos críos. Se sintió aliviada cuándo lo vio salir, no quería que los viese juntos. Pensaba que Venancio y ella tenían algo o al menos lo habían tenido, y aunque era mentira era imposible convencer a alguien de algo que no está dispuesto a creer.
Un momento de respiro, tendría que hacer otro horno de baguettes, se le estaban terminando, entonces lo vio venir. Empezó a temblar, primero las manos, luego los brazos, le temblaba el labio, las palabras, le temblaba el corazón. Le dolía, pero sólo verlo le provocaba una sensación de rechazo que no podía explicar con palabras. Fuera, le dijo. Vete, repitió. Sin mirarle a la cara. No oía lo que él decía. Sólo recordaba los golpes, los gritos, las acusaciones de aquel maldito día. Se acercaba, cada vez más, estaba muerta de miedo. Cogió el móvil. Llamaré a la policía, dijo. Llámala si quieres, le contestó, eres mi mujer. Llamó. Entonces su fue no sin dedicarle un par de palabras preciosas. Tardó en recuperar la respiración. Tardó en volver al mundo terrenal. Estaba sumida en sombras, en miedo, en dolor, en sufrimiento. Sumida en el infierno más absoluto. Lloró pero esta vez fue incapaz de detener aquel río de lágrimas que llevaba todo el día pugnando por salir. Se metió en la trastienda, junto a los hornos. Pensó en qué no merecía la pena vivir. No así. Pero se acordó de sus dos hijos, su sonrisa era el sustento de su vida. Llamó a su madre. Los niños bien, le dijo. Tengo que hablar contigo. Pasa algo hija, preguntó. Necesito hablar contigo mamá, dijo entre sollozos. Cierra y vente. No mamá, a mediodía iré hasta ahí, te lo prometo. Mando a tú padre a recogerte a las dos, le contestó ella. Se sintió mejor, sabía que ellos estaban bien y sabía que los tenía a su lado, apoyándola. Pero fue incapaz de dejar de temblar en toda la mañana. Me cogió el frío, decía a los clientes que la miraban extrañados. Pero se fai un calor de carallo, contestaban. Estoy destemplada. Y dieron las dos.

El
Pensó en volver a casa. Pensó en tirarse al mar. Pensó en coger el coche e irse para no volver jamás. Pensó en cortarse las venas. Pensó en tomarse pastillas. Pensó en mil cosas que a ella le hicieran recapacitar, que se diera cuenta de cuánto la había querido. Un día malo lo tenía cualquiera. Había bebido, se le había ido la cabeza. Pero si cogía al Venancio ese se lo cargaba. De repente cambió de dirección, sabía dónde tenía la panificadora. Maldita la hora en la que le aconsejó que sería buena idea que fuese él quien les sirviese el pan que no les compensaba hornear. Se asomó a la puerta. Lo vio, estaba limpiando los hornos, preparándolos para la madrugada. Entró. Vio un rodillo de amasar el pan sobre uno de los paneles. Lo cogió. Estaba enajenado, no era él. Venancio lo escuchó llegar. Le sonrió. Lo saludó, hasta que se dio cuenta de lo que tenía en la mano. Reculó. Qué haces, le dijo. Estás loco. Puto cerdo, espero que te haya gustando follarte a mi mujer, porque será lo último que habrás hecho. Yo no...
Ell
Puso el cartel de cerrado en la puerta. Eran las dos. Se pusó a limpiar y a dejarlo decente para la tarde. Estaba un poco más calmada. Vio venir a su padre. Venía muy serio. A lo lejos oyó las sirenas de una ambulancia. Qué ha pasado, le preguntó. Ni idea. Cómo estás, respondió él. Bien, déjame que acabe de recoger y nos vamos. Ha sido ese hijo de puta. Su padre la miraba seria, con cara de pensar que la venganza era el camino más recto hacia la justicia. No lo vieron venir. Sólo escucharon el estruendo de la puerta. Tenía la mirada perdida, los ojos envenenados, la sangre por toda la ropa. Escuchaba las sirenas cada vez más lejos. Pensó qué era lo último que escucharía en su vida. Puta, le dijo, ya le contaste a tú padre lo que hiciste. Yo no hice nada, te lo juro. Tenía un rodillo en las manos y lo sujetaba dispuesto a golpear. El padre reculó unos pasos intentando llegar al mostrador. Lo siento suegro, le dijo, no deberías estar aquí, no tenías porque verlo, pero tú también eres culpable por haberla educado así, como una puta. Mario, por favor, no estás en tus cabales, deja eso y dámelo. Se rio.
L
Sólo tenía que decidir a quién mataría primero. ¿Qué sería más justo? El suegro responsable de la educación de su hija o ella por ser una guarra. Que viera cómo moría, no hay nada peor que ver morir a una hija. Agarró con más fuerza el rodillo dispuesto a atacar y de repente él se cayó redondo. No daba crédito. Qué le pasaba. Puto inútil. ¿Le estaba dando un infarto? Cobarde de mierda. Empezó a echar espuma por la boca. La guarra estaba agachada junto a él. Era el momento de rematarla. De hacerle pagar por tantos días de sufrimiento, de pensar con quién podría estar retozando en la parte de atrás, mientras el trabajaba sin descanso en aquella puta fábrica. Entonces levantó el rodillo todo lo rápido que pudo y lo sintió.
EL
Vio caer a su padre redondo, supo que le había dado un ataque al corazón. Se agachó corriendo a auxiliarlo, sabía que eso la colocaba a espensas de él, al menos eso es lo que quería que pensase. Colocó en posición su mano. Levantó la cabeza y vio cómo levántaba el rodillo dipuesto a aplastarle la cabeza y entonces se la clavó. En los huevos, dónde más dolía. Se la clavó hasta el fondo, hasta que sólo quedo fuera el mango, hasta que dejó atrás su rabia. Mátame ahora, si puedes, hijo de puta. Se cayó redondo. Buscó el móvil. Llamó a emergencias. No tardaron en llegar. No lo salvéis a él, salvad a mi padre, pensó.
E
Cuándo salía aún tuvo tiempo a mirarla desafiante. Volveré a por ti, le dijo. No podía parar de llorar. Por su padre, por sus hijos, por ella, por esa persona a la que tanto había querido. Qué enfermedad era capaz de transformar a las personas en un monstruo así. Se recuperará, le dijo el sanitario. Sólo había sido un susto. Respiró. No todo eran malas noticias. Al menos estaban vivos. ¿Por cuánto tiempo? Cuánto tardaría en salir y acosarla, se preguntó. Valdría de algo una orden de alejamiento. Pensó en sus hijos, en cómo habían perdido un padre que hasta hacía dos días creía ejemplar. Cómo cambia la vida en un segundo, en una mala decisión, en un remate a puerta. Mierda de vida, pensó.


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