Él
Lo había perdido todo. Levantó la mirada despacio, enebrando cada segundo
en el ojal de su vida, intentando recuperar paso a paso la conciencia. En el
fondo, se merecía todo lo malo que le había pasado. Sentía que aunque doliera
se había portado como un auténtico hijo de puta.
Miró el teléfono, sin novedad. Ella no volvería a llamarlo, él no podía
hacerlo, lo tenía bloqueado. La quería. Con toda la fuerza de su corazón. La
amaba y por eso había hecho barbaridades. Eso quería creer. Los locos también
creen no serlo.
Decidió salir sin rumbo, sin dirección. Llovía con ese orballo molesto, tan
natural en Galicia. Vio los pescadores preparando las redes como cada día, sin
importarles otra cosa que su vida, su trabajo, su familia. Era un muerto de
hambre y siempre lo sería.
Sus pasos, irremisiblemente, le llevaban a aquel lugar. Pasó delante de la
panadería y la vio. Ella no. Tenía gente, seguramente no sería un buen momento.
Pasó de largo. Llegó hasta el final del puerto. Seguía orballando. Mojaba.
Había ambiente en las terrazas cubiertas a pesar de todo. Era finales de
Agosto. El verano en Galicia era lo que era. Desanduvo sus pasos y volvió a
pasar delante de la panadería. Ahora estaba sóla. Entró.
Ella
Esa mañana no quería levantarse, no quería ir a trabajar, no se sentía con
fuerzas. Pero no abrir significaba perder clientes y eso para un autónomo es la
perdición. Miró el móvil. Sin noticias. Se sentía fatal. Pensó si en el fondo
ella habría tenido la culpa de aquello. Una lágrima quiso acompañarla. Se la secó.
Los niños estaban con su madre, al menos ellos no tenían que vivir según que
cosas. Ella le decía que hoy en día las parejas ya no aguantaban nada. Si tú
supieras mamá, lo que yo tengo aguantado. Era consciente de que abriendo la
panadería cabía la posibilidad de verlo pero pensó que tenía que ser fuerte, y
siempre habría alguien cerca si tenía que gritar.
Le dolió sólo de pensarlo. Gritar porque se acerca tú marido. Gritar porque
se acerca la persona qué más quisiste en tu vida. Otra lágrima volvió a caerle.
Se la secó. Terminó de vestirse y se miró en el espejo. Tenía ojeras y la cara
demacrada de tanto llorar. Se echó un poco de maquillaje y lo disimuló. Hoy
además no venía Paula, le había dado el día libre así que se las tenía que
agenciar ella sóla. Al menos hacer dos hornos de baguettes antes de que
empezase a venir la gente. El resto se lo traía Venancio. El bueno de Venancio,
el único que se olía algo.
La mañana pasó bastante entretenida a pesar del mal tiempo, aquel orballo
que se había empeñado en quedarse con ellos durante todo el verano. La gente
iba y venía, y nadie se dio cuenta de su estado, nadie salvo Venancio. Se puso
nerviosa cuándo llegó. Sabía que si él lo veía, si coincidían, podía montarse
una buena. El lo notó. La cogió de la mano, la tranquilizó: Si viene, yo estoy
cerca, sólo tienes que llamarme. ¿Cómo lo había sabido? No había abierto la
boca. La conocía demasiado bien, desde que eran unos críos. Se sintió aliviada
cuándo lo vio salir, no quería que los viese juntos. Pensaba que Venancio y
ella tenían algo o al menos lo habían tenido, y aunque era mentira era
imposible convencer a alguien de algo que no está dispuesto a creer.
Un momento de respiro, tendría que hacer otro horno de baguettes, se le
estaban terminando, entonces lo vio venir. Empezó a temblar, primero las manos,
luego los brazos, le temblaba el labio, las palabras, le temblaba el corazón.
Le dolía, pero sólo verlo le provocaba una sensación de rechazo que no podía
explicar con palabras. Fuera, le dijo. Vete, repitió. Sin mirarle a la cara. No
oía lo que él decía. Sólo recordaba los golpes, los gritos, las acusaciones de
aquel maldito día. Se acercaba, cada vez más, estaba muerta de miedo. Cogió el
móvil. Llamaré a la policía, dijo. Llámala si quieres, le contestó, eres mi
mujer. Llamó. Entonces su fue no sin dedicarle un par de palabras preciosas.
Tardó en recuperar la respiración. Tardó en volver al mundo terrenal. Estaba
sumida en sombras, en miedo, en dolor, en sufrimiento. Sumida en el infierno
más absoluto. Lloró pero esta vez fue incapaz de detener aquel río de lágrimas
que llevaba todo el día pugnando por salir. Se metió en la trastienda, junto a
los hornos. Pensó en qué no merecía la pena vivir. No así. Pero se acordó de
sus dos hijos, su sonrisa era el sustento de su vida. Llamó a su madre. Los
niños bien, le dijo. Tengo que hablar contigo. Pasa algo hija, preguntó.
Necesito hablar contigo mamá, dijo entre sollozos. Cierra y vente. No mamá, a
mediodía iré hasta ahí, te lo prometo. Mando a tú padre a recogerte a las dos,
le contestó ella. Se sintió mejor, sabía que ellos estaban bien y sabía que los
tenía a su lado, apoyándola. Pero fue incapaz de dejar de temblar en toda la
mañana. Me cogió el frío, decía a los clientes que la miraban extrañados. Pero
se fai un calor de carallo, contestaban. Estoy destemplada. Y dieron las dos.
El
Pensó en volver a casa. Pensó en tirarse al mar. Pensó en coger el coche e
irse para no volver jamás. Pensó en cortarse las venas. Pensó en tomarse
pastillas. Pensó en mil cosas que a ella le hicieran recapacitar, que se diera
cuenta de cuánto la había querido. Un día malo lo tenía cualquiera. Había
bebido, se le había ido la cabeza. Pero si cogía al Venancio ese se lo cargaba.
De repente cambió de dirección, sabía dónde tenía la panificadora. Maldita la
hora en la que le aconsejó que sería buena idea que fuese él quien les sirviese
el pan que no les compensaba hornear. Se asomó a la puerta. Lo vio, estaba
limpiando los hornos, preparándolos para la madrugada. Entró. Vio un rodillo de
amasar el pan sobre uno de los paneles. Lo cogió. Estaba enajenado, no era él.
Venancio lo escuchó llegar. Le sonrió. Lo saludó, hasta que se dio cuenta de lo
que tenía en la mano. Reculó. Qué haces, le dijo. Estás loco. Puto cerdo,
espero que te haya gustando follarte a mi mujer, porque será lo último que
habrás hecho. Yo no...
Ell
Puso el cartel de cerrado en la puerta. Eran las dos. Se pusó a limpiar y a
dejarlo decente para la tarde. Estaba un poco más calmada. Vio venir a su
padre. Venía muy serio. A lo lejos oyó las sirenas de una ambulancia. Qué ha
pasado, le preguntó. Ni idea. Cómo estás, respondió él. Bien, déjame que acabe
de recoger y nos vamos. Ha sido ese hijo de puta. Su padre la miraba seria, con
cara de pensar que la venganza era el camino más recto hacia la justicia. No lo
vieron venir. Sólo escucharon el estruendo de la puerta. Tenía la mirada
perdida, los ojos envenenados, la sangre por toda la ropa. Escuchaba las
sirenas cada vez más lejos. Pensó qué era lo último que escucharía en su vida. Puta,
le dijo, ya le contaste a tú padre lo que hiciste. Yo no hice nada, te lo juro.
Tenía un rodillo en las manos y lo sujetaba dispuesto a golpear. El padre
reculó unos pasos intentando llegar al mostrador. Lo siento suegro, le dijo, no
deberías estar aquí, no tenías porque verlo, pero tú también eres culpable por
haberla educado así, como una puta. Mario, por favor, no estás en tus cabales,
deja eso y dámelo. Se rio.
L
Sólo tenía que decidir a quién mataría primero. ¿Qué sería más justo? El
suegro responsable de la educación de su hija o ella por ser una guarra. Que
viera cómo moría, no hay nada peor que ver morir a una hija. Agarró con más
fuerza el rodillo dispuesto a atacar y de repente él se cayó redondo. No daba
crédito. Qué le pasaba. Puto inútil. ¿Le estaba dando un infarto? Cobarde de
mierda. Empezó a echar espuma por la boca. La guarra estaba agachada junto a
él. Era el momento de rematarla. De hacerle pagar por tantos días de
sufrimiento, de pensar con quién podría estar retozando en la parte de atrás,
mientras el trabajaba sin descanso en aquella puta fábrica. Entonces levantó el
rodillo todo lo rápido que pudo y lo sintió.
EL
Vio caer a su padre redondo, supo que le había dado un ataque al corazón. Se
agachó corriendo a auxiliarlo, sabía que eso la colocaba a espensas de él, al
menos eso es lo que quería que pensase. Colocó en posición su mano. Levantó la
cabeza y vio cómo levántaba el rodillo dipuesto a aplastarle la cabeza y
entonces se la clavó. En los huevos, dónde más dolía. Se la clavó hasta el
fondo, hasta que sólo quedo fuera el mango, hasta que dejó atrás su rabia.
Mátame ahora, si puedes, hijo de puta. Se cayó redondo. Buscó el móvil. Llamó a
emergencias. No tardaron en llegar. No lo salvéis a él, salvad a mi padre,
pensó.
E
Cuándo salía aún tuvo tiempo a mirarla desafiante. Volveré a por ti, le
dijo. No podía parar de llorar. Por su padre, por sus hijos, por ella, por esa
persona a la que tanto había querido. Qué enfermedad era capaz de transformar a
las personas en un monstruo así. Se recuperará, le dijo el sanitario. Sólo
había sido un susto. Respiró. No todo eran malas noticias. Al menos estaban
vivos. ¿Por cuánto tiempo? Cuánto tardaría en salir y acosarla, se preguntó.
Valdría de algo una orden de alejamiento. Pensó en sus hijos, en cómo habían
perdido un padre que hasta hacía dos días creía ejemplar. Cómo cambia la vida
en un segundo, en una mala decisión, en un remate a puerta. Mierda de vida, pensó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario